jueves, 10 de noviembre de 2016

20. La impresionate y peligrosa travesía hasta Santa Ana


Susi tomó al fin un taxi en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía, a 30 km de Caracas, pero por las colas que se forman subiendo, se demora una hora o más en llegar.
Enseguida que entró en la autopista dejó atrás el mar, ese Mar Caribe tropical que la impresionó por su belleza.
Otra cosa que le llamó la atención fue la luz de la tarde, una luz fuerte que daba más color a las montañas que circundaban la autopista.
De pronto, desapareció el verdor y comenzó a ver los ranchos; casas sin frisar de distintos materiales, latas de zinc, latón, vallas con parte de los anuncios, bloques, cartón, troncos, palos; todo lo que sirviera para levantar paredes, pero, sobre todo, esos bloques rojos desnudos, sin pintar, roídos por el tiempo, sucios de hollín, ennegrecidos por el humo de los carros y autobuses de la autopista. Y mientras más lejos miraba, más ranchos se veían; miles, millones de ranchos cubrían las laderas de las montañas surcadas por intrincadas carreteras de tierra.
Los más cercanos se percibían construidos unos encima de otros en contra de toda lógica arquitectónica, los de abajo más pequeños que los de arriba, sujetos por el azar y a punto de desplomarse y caer. Susi se imaginó el desastre que ocurriría si se repetía un terremoto como el de 1957, pero esta vez habría muchísimas más víctimas de los ranchos mal construidos que no lo resistirían. 
Desde la autopista se distinguían las escaleras interminables de miles de peldaños que llevaban hasta lo más alto en la cumbre del cerro. También se divisaban los chorrerones por donde bajaban las aguas servidas, las aguas negras que llegaban hasta el espumoso y contaminado río Guaire, muy abajo.
A Susi le llamó la atención cómo gran cantidad de autobuses pequeños descargaban personas del otro lado de la autopista, los trabajadores que volvían de Caracas a sus casas. Algunas mujeres con varios niños, hombres de distintas edades con la pena en el rostro, carcomidos por el cansancio y la ignominia.
Mucho ruido de vehículos y buses, mucha contaminación que comenzaba a pintar arreboles en el cielo, todo eso lo observaba Susi mientras esperaba pacientemente en la cola de los carros que subían a Caracas y aguardaban para acceder al túnel.
Una vez entraron en él, la cola se paró de nuevo, justo en medio de ese oscuro y contaminado agujero apenas alumbrado por las luces de los vehículos y autobuses. Susi sintió muchas ganas de vomitar, pues ya estaba mareada con el tufillo de los gases que olían distinto a los de España y, de imprevisto, tuvo que abrir la puerta, sacar la cabeza y arrojar varias veces. Estaba intoxicada con ese humo desagradable. Pero el chofer la conminó a cerrar con seguro la puerta para evitar ser asaltados por los motorizados.
Al fin salieron de los túneles y lograron cruzar la ciudad de Caracas sin contratiempos, hasta alcanzar la salida hacia la autopista que va hacia Maracay.
Se observaba por todos lados la dicotomía de los rascacielos en el valle contra los ranchos con sus escaleras infinitas, aguas negras, basura que se acumula desde la cumbre hasta la base de los cerros, perros callejeros junto a gente hurgando en la basura, escenas dantescas de suciedad, todo en ruinas y destruido.
Al mismo tiempo se veían por todas partes deslumbrantes anuncios gigantescos con fotos de Chávez, de Bolívar y del presidente Maduro junto a frases rimbombantes que contradecían lo que se observaba en la calle: “Chávez vive, la revolución sigue”, “Haremos de Venezuela una potencia mundial”, “Hemos logrado derrotar la pobreza”, “Pobreza cero”, “Estamos ganando la guerra económica”, “Más alimentos para el pueblo”.
Ya anocheciendo, comenzaron a encenderse las luces de los miles de ranchos de los cerros que parecían un pesebre viviente, hermosas lucecitas que escondían una penosa realidad.
El viaje por la autopista estuvo lleno de colas de incluso hasta tres horas. El chofer explicó a Susi que es la principal vía para salir hacia el oeste del país, y no hay sino otra carretera alterna en malas condiciones, por lo que debían permanecer en ésa, exponiéndose a ser asaltados por los atracadores mientras se encontraban parados.
Al fin tomaron la Autopista Regional del Centro hasta Morón, no sin antes tener que detenerse varias veces largo tiempo en las colas de los peajes y alcabalas de la Guardia Nacional.
En una de ellas les hicieron bajar todo el equipaje y los Guardias Nacionales hurgaron entre las cosas de Susi hasta que el chofer les sugirió que “le dieran algo para comprar refrescos”, es decir, un soborno para que los dejaran ir sin quitarles nada.
Ya entrada la madrugada, lograron entrar a Santa Ana, la ciudad donde los esperaba India. Se comunicaron por teléfono para que India le indicara al chofer el camino hasta su casa.
Y, por fin, se encontraron de nuevo las dos amigas después de compartir tantas historias a siete mil kilómetros de distancia.