domingo, 18 de diciembre de 2016

38. India y Susi están siendo espiadas


Susi le dijo a India que no quería ir al médico y que prefería reposar en el hotel un par o tres días, hasta que le pasara la fiebre y estuviera en condiciones de regresar a Santa Ana. Le encargó varias cosas de la farmacia, las mismas que había tomado ella cuando padeció la enfermedad, y continuó leyendo El Castillo, metida en la cama.
La habitación del hotel estaba totalmente alfombrada en el suelo y tenía las paredes pintadas. Constaba de dos camas que compartían mesita, dos sofás individuales, una mesa pequeña,  nevera, televisión y servicio de wifi gratuito. El cuarto de aseo era amplio y completo, con bañera y bidé.
Desde el gran ventanal se podía ver casi toda la avenida Libertador, abarrotada de coches en las horas punta.
En el precio de la habitación estaba incluido un variado y abundante desayuno, y el aire acondicionado no tenía fallos, como cabía esperar en una habitación de cien euros.
En la recepción les habían asignado la 314. La noche que la alquilaron, al llegar, India le dijo a la recepcionista que quería la 313. Tenía curiosidad por saber si realmente existía. Le contestó que no, y fue entonces cuando India le pidió la 213, a lo cual le volvió a  responder lo mismo la joven, que esa habitación tampoco estaba disponible porque en las dieciséis plantas del edificio se saltaba de la doce a la catorce.
-Deme entonces una doble en la planta trece -le dijo India.
-Tiene que perdonarnos, pero esa planta no existe -le contestó la recepcionista.
-¿Cómo que no existe? -preguntó India muy extrañada y asombrada.
-La tenemos, sí, pero está vacía.
-Perdone, pero no lo entiendo.
-Es muy fácil de comprender. Nadie se aloja en ella.
-¿Y qué hay entonces?
-Nada. Ni siquiera tiene tabiques, ni instalación eléctrica, o tuberías; solamente las columnas que soportan al resto del edificio, a la vista.
-Comprendo que nadie quiera dormir en ella, pero podían aprovecharla para el planchador, o el almacén de los muebles y trastos viejos que están esperando para ser recogidos y reciclados -dijo India.
-Nadie querría entrar y trabajar en ella, ni aunque les doblaran el sueldo. Lo hemos podido comprobar en otro hotel que tenemos en Maracay.
Finalmente, India aceptó la habitación 314 en la tercera planta.
Mientras Susi estaba convaleciente, India aprovecharía para tratar de hablar con el abogado que llevaba su caso de despido ilegal en el tribunal.
Llamó por teléfono a su bufete y le informaron que ya Díaz no trabajaba con ellos. Intentó localizarlo llamándolo a su celular, pero no contestaba. Dejó mensajes de voz y de texto que tampoco fueron respondidos. Decidió entonces intentarlo más tarde.
Como Susi debía guardar reposo en el hotel, tendrían que escoger entre el restaurante del hotel o comprar comida para llevar en algún local cercano.
El restaurante del hotel tenía prestigio de preparar buenos platos, así que prefirió pedir que subieran el almuerzo a la habitación.
Susi estaba desganada y casi no probó bocado. Apenas tomó unas cuantas cucharadas del caldo de patas de gallina que India mandó a preparar especialmente para ella en el restaurante. Este tipo de sopa es la que le dan a los enfermos para que se alivien pronto, pero a Susi no le gustaba para nada la idea de comerlo por temor a que estuviera hecha con más pluma que pata del ave.
En la tarde, India hizo otra vez el intento de comunicarse con el abogado sin lograrlo.
Hacía meses que trataba de contactarlo sin resultado alguno.
Por casualidad, pudo hablar una vez con él por teléfono desde Santa Ana, y se enteró de que habían ganado el caso, pero el abogado le dijo a India que estaba a la espera de que el juez emitiera la ejecución de la sentencia y ordenara al ministro correspondiente a acatarla.
De eso hacía casi un año, sin contar los cinco que demoró el caso en las dos instancias en las que fue juzgado.
Tal vez India tendría que esperar otro tanto más hasta que, finalmente, le reconocieran sus derechos, le cancelaran los salarios caídos, las incidencias laborales y el bono de alimentación, además de jubilarla.
Al día siguiente volvió a marcar el número de teléfono de Díaz. Le contestó una mujer y le dijo que el abogado estaba en una audiencia y le era imposible hablar con él. India le pidió que por favor anotara su número para que le devolviera la llamada en cuanto se desocupara. La mujer le respondió que le daría su mensaje, colgó el teléfono y ni siquiera se despidió por cortesía.
India estuvo todo el día esperando la llamada sin que sonara el teléfono.
Susi seguía empeorando. Se le habían acentuado los síntomas, y casi no podía levantarse de la cama por el dolor que sentía en los órganos internos del abdomen. Tenía muchas náuseas y pocas ganas de comer desde que llegaron al hotel.
India le trajo algunos antojos a Susi de un restaurante tradicional sencillo, pero muy aseado,  que quedaba cerca del hotel.
Salió caminando hacia allá y creyó notar que alguien, un hombre, la seguía de lejos. Entró en una farmacia para comprar más analgésicos y un medicamento contra las náuseas, y se dio cuenta que el misterioso personaje estaba en la cola detrás de ella.
Tenía la piel curtida por el sol, alto, de contextura fuerte, de unos cuarenta años. Vestía pantalones de mezclilla y camisa a cuadros. No parecía de la ciudad, sino venido del campo.
-Buenas tardes -saludó a India.
-Buenas -respondió ella algo cortada.
-En este país todo escasea. ¿Qué viene a comprar?
-Analgésicos y algo para las náuseas. Es para una amiga que tiene zika -le respondió India.
-¿Vive aquí en Caracas? -interrogó el hombre.
-No, estamos de paso. Vinimos por un asunto legal de una demanda que intenté contra el Estado.
-¿Y la ganó?
-Sí, pero no la han ejecutado. ¿Y usted es de Caracas?
-No, también he venido a hacer unas diligencias -dijo el hombre terminando así la charla cuando le tocó el turno a la mujer.
India se dirigió caminando al restaurante, pues quedaba cerca; miró a su alrededor y ya el desconocido no estaba por ningún lado.

India no lo sabía, pero se trataba de un buscador de tesoros de El Tocuyo, ciudad donde vivía el yerbatero a quien ella le confió la historia de las morocotas enterradas por su bisabuelo Isidoro en la hacienda. Ya no era un secreto que las dos mujeres iban a por el tesoro, y ahora las seguían para dar con él.