sábado, 12 de noviembre de 2016

21. La venganza de Ikala, la serpiente más temible del Orinoco


Mientras viajó de Caracas a Santa Ana, Susi pensó mucho en los bichos y las pestes que la acecharían en el Alto Orinoco. Zika, casi seguro; dengue, chikungunya, malaria, hepatitis, mal de Chagas, leishmaniasis, sarna, parásitos intestinales...
Pero lo que más la asustaba eran los diablos, los animales mitológicos, las bestias sagradas o las bichas de las leyendas; en general, todos los monstruos imaginarios de la selva. Susi creía que contra ellos no se podía luchar de ninguna manera aunque se usaran las armas más sofisticadas. Esos seres la impresionaban tanto como las arañas ponzoñosas, las víboras venenosas o las aguas paradas del río infectadas de caimanes asesinos o pirañas que devoran como limas. Susi tenía tantos temores a todos esos indeseables e irreales animales porque eran verdaderamente mortíferos cuando los humanos se encuentran afectados por los delirios y las fiebres propias de las enfermedades de la selva.
Una de esas bichas, quizás la más temible y sanguinaria, es la serpiente Ikala.
No se trata de un reptil de mucho tamaño, pero despliega una fuerza extraordinaria cuando oprime  con su cuerpo en forma de espiral.
Las tribus le tienen pánico.
Dicen sobre ella que no es una serpiente, sino la bella yanomami que sufrió desprecio por parte de un explorador europeo.
Tras yacer juntos y engendrar un precioso niño, Ikala fue abandonada sin previo aviso de la noche a la mañana.
Ese mismo día, la joven mujer
se marchó a la selva, y no se volvió a saber nada de ella; hasta que cayó preso el primer varón mientras pescaba envenenando con timbó las aguas poco profundas de una charca, en la que estaba oculta y totalmente sumergida Ikala. Un indígena inocente que ningún daño había hecho a la mujer abandonada, pero, al fin y al cabo, también varón, fue el primero que pagó las culpas de la ofensa.
El procedimiento y ritual que Ikala empleaba, y aún emplea con la presa, resulta muy refinado, ya que la tortura no es propia de los animales irracionales, sino de la retorcida y vengativa  mente humana que llevaba la serpiente en su cabeza.
Ikala nunca apretaba en exceso a sus víctimas para que respiraran y no se ahogaran.
Lo primero que hacía era colgarlas con su cuerpo de una fuerte rama para que quedaran boca abajo, a solo un palmo del agua. De esta forma los ojos de los condenados veían  todo el suplicio reflejado.
A continuación,  los excitaba mentalmente con una pequeña dosis de su propio veneno, la suficiente para que estuvieran siempre conscientes y no sobreviniera el desmayo debido al dolor. La sustancia inyectada era al mismo tiempo un potente relajante muscular, de tal forma que el suplicio resultaba perfecto. Locura brutal en la cabeza e inmovilidad de la pieza mientras permanecía colgada de una pierna como un conejo.
Una vez que todo el cuerpo se había relajado y destensado, procedía a levantarle con sumo cuidado la tapa de los sesos, sin verter ni una sola gota de sangre ni llevarse pegada tampoco en el hueso ninguna neurona del cerebro.
El reo, totalmente desnudo, veía todo reflejado sobre las aguas.
El siguiente paso consistía en extirparle los testículos, uno a uno, porque del interior de esa glándula humana salió el humor viscoso causante del embarazo y la ofensa. Y ello casi sin dejarle incisión y sin derramar una sola gota de sangre para que no se tiñiera el espejo y no muriera pronto la piltrafa humana colgante. Aunque la superficie del agua se tintaba finalmente de rojo, aún quedaban las pupilas de la serpiente para servirle de espejo al reo.
Tras enseñarle los testículos a la pobre víctima, Ikala los engullía, cosa que también hacía con los globos oculares una vez extirpados de sus órbitas.
A partir de ese momento, el indígena ya solo sentía con su descapotado cerebro lo que Ikala le hacía, y el suplicio era, quizás, mucho más horrible.
Ikala es la única serpiente de la selva que tiene un apéndice en la cola con la forma de una afilada navaja. Con ese bisturí Ikala continuó haciendo justicia en la masa abdominal, y por todo el resto del cuerpo hasta que, pasadas unas horas, el reo murió tras una pérdida muy lenta de sangre, similar al goteo del aguardiente cuando lo están haciendo.