miércoles, 14 de diciembre de 2016

37. Susi tiene Zika



Eran las cuatro de la madrugada cuando Susi se cansó de dar vueltas en la cama del hotel y se levantó para sentarse a leer en el sofá un capítulo de El Castillo, una novela inconclusa de Franz Kafka. 
India, en cambio, se quedó dormida plácidamente después de ducharse y tomarse la melatonina. 
La estancia en la cárcel de mujeres y la espera previa en la cola para entrar en ella, habían cansado de tal manera a Susi, que no se sentía con ánimos para afrontar el viaje de regreso a Santa Ana, así que decidieron entregar el carro alquilado en la agencia y dormir en un hotel.
India ya le había notado algo raro a Susi por la mañana. La veía desganada, poco concentrada y demasiado apática a juzgar por el comportamiento que intentó ocultar sin conseguirlo en varias ocasiones a lo largo de todo el día.
Esperando para entrar en la prisión, hubo un momento en que Susi quiso desistir y tirar la toalla, pero no le dijo nada a India, seguramente mucho más estresada incluso que ella, pero, al fin y al cabo, enferma de la cabeza o los nervios según los médicos, así que no era cuestión de dar mal ejemplo.
Susi tuvo que apartar la vista del libro y dejarlo sobre la mesita que había entre los dos sofás. Notó algo de sofoco y se mareaba. Siempre que le ocurría esto, solía acabar arrastrándose por el suelo afectada por un horrible ataque de ansiedad. Le daban náuseas y vértigo. Pensaba que se iba a morir, y era incapaz de vomitar para poder quedar relajada y aliviada.
Pero no, esta vez no era lo mismo porque tenía fiebre y le comenzaba a doler bastante la cabeza.
Susi dejó el libro definitivamente, y se fijó en cómo iba dibujando la sábana el cuerpo de Inda desde los pies hasta la cintura. El resto estaba al descubierto. India mostraba la espalda, el cuello, la cabellera negra y parte de un seno asomando por debajo del brazo derecho.
Susi temía ser incapaz de llegar nunca a alguna parte, igual que K., el agrimensor y personaje central de El Castillo. De hecho, la entrevista con Martinha no había producido ningún fruto. La mujer solo les había dicho que no tenía constancia de que su hermano hubiera muerto, pero tampoco disponía de indicios que le permitieran afirmar que aún se
encontrara en algún lugar con vida.
Martinha tuvo muy claro, durante la larga conversación, que Almir llegó con vida al hospital tras el accidente, y que de allí salió por su propio pie, aunque nunca supo a dónde. Por qué se marchó aún enfermo antes de tiempo es algo que tampoco le explicó en su última llamada telefónica.
India y Susi querían encontrar a Almir antes de comenzar a buscar el loro y el tesoro, más que nada porque así lo deseaba India para poder andar más ligera por la vida, sin tener que arrastrar una carga tan pesada: no saber si el amor de su vida, la persona que le dijo que volvería algún día, estaba vivo o muerto. 
En el caso de mantenerse con vida y llegar a encontrar a su amado, India sería comprensiva con él, y con los motivos por los cuales Almir tomó la decisión de no volverse a ver nunca más con ella. 
Era normal y lógico que pudiera estar casado, o tener hijos, y hasta nietos. Nada le reprocharía por haber organizado la vida en su país, pues era lógico que lo hiciera no muy lejos del trabajo. Seguro que le resultó muy difícil soportar la soledad, y por eso no le fue suficiente con los besos que le enviaba India en las cartas, ni con los "ven pronto, te necesito" que tantas veces le repetía.
India y Susi no sabían que Almir no estaba muerto, y que, casualmente, a los tres les esperaba el mismo destino. Todos andaban buscando oro, el mismo metal precioso que hacía más de cien años que no relucía al sol, a la luz de una linterna que lo acababa de descubrir, o a los focos de un museo, detrás del grueso cristal de una vitrina.
A veces, Susi dudaba de la existencia del tesoro. Aunque deseaba creer que era verdad lo que India le había contado de Isidoro, su bisabuelo, también pensaba que podía tratarse de una alucinación o una simple mentira con la cual engatusar a Susi para poder viajar a su costa, porque ella no tenía dinero. 
No se debía menospreciar que India había estado muy enferma, y que ello pudo alterar algún recuerdo de su juventud, cuando anduvo investigando sobre sus orígenes. Además, desconfiaba del mismísimo Isidoro. Susi no entendía cómo el bisabuelo de India se pudo marchar para el otro mundo sin decirle a nadie dónde estaban las morocotas de oro, guardadas, según su hija, en un baúl construido con cerne de roble gallego, cortado en el menguante de enero, porque, al parecer, la madera que se tira fuera de tiempo, acaba pudriéndose antes, y, con ella, los vinos, los muebles, el sostén de los tejados o las embarcaciones.
India seguía durmiendo, ajena a las elucubraciones y la desconfianza que en ocasiones tenía Susi de ella, pero se despertó de repente cuando su amiga le pidió ayuda desde el suelo. Al verla tendida sobre la alfombra, con náuseas, se le acercó, puso su cabeza sobre la almohada que tomó de la cama, se levantó y trajo del cuarto de baño una toalla.
Ya de de nuevo a su lado, arrodillada, pudo ver que Susi tenía pequeños puntos enrojecidos en algunas partes del cuerpo, aunque no en la cara.
India, al observarlos atentamente, supo de inmediato que Susi estaba enferma de Zika, ya que también ella se había contagiado hacía un par de años, y de aquella, tuvo los mismos síntomas de la enfermedad, aunque no las arcadas.
India ya le había advertido a Susi, antes de que aterrizara en Caracas, que debía ponerse crema repelente contra los mosquitos por la epidemia de dengue, chikungunya y zika, infecciones que campaban a sus anchas y sin control en Venezuela.
Estas tres virosis son transmitidas por la picadura de zancudos que previamente hayan picado a otra persona enferma. 
Susi tendría que guardar reposo hasta que se le aliviaran los síntomas, porque de lo contrario podrían complicarse las cosas y pasar a mayores. Solo podría tomar medicamentos para el dolor y la fiebre, algún antiviral, y tener mucha paciencia.