miércoles, 28 de diciembre de 2016

40. Almir se escapa del hospital


Almir tenía todo preparado para escapar del hospital aquella noche y no arriesgarse durante más tiempo a ser detenido y encarcelado. Le daba igual que tuviera la cabeza abierta como una sandía madura, y todas las ideas y los recuerdos revueltos; algunos extraviados para siempre después del fatal golpe que llevó en el cráneo y el raspazo que le cercenó de cuajo una de sus pequeñas orejas. Incluidos en el conjunto de esos recuerdos perdidos, estaban la bella cara de India, su voz melosita, sus caricias, sus advertencias sobre los peligros que le acecharían en Brasil, y sus repetidos, a veces llorando, "no te vayas, te lo suplico", "presiento que no volverás", "regresa pronto, mi amorcito."
La raja del cráneo seguro que cerraría pronto porque sus bordes, a punto de soldarse, estaban regados por sangre joven, vigorosa, y restañadora.
Pero Almir se preocupaba mucho por haber perdido el pabellón auditivo de su lado izquierdo. La falta casi absoluta  del cartílago sería un handicap cuando intentara pasar desapercibido en los pasos fronterizos, las tiendas, las posadas y los bares de carretera. En el hospital figuraba escrito el diagnóstico: "Traumatismo  craneal y amputación accidental de la oreja izquierda." Y la policía tendría acceso al historial, aunque fuera ilegal.
Almir debía dejarse el cabello largo antes de partir, para así eludir mejor los controles que no pudiera esquivar. Ello no era tarea rápida, ya que lo tenía rizo, y el pelo, cuanto más enroscado y encaracolado, más tarda en tapar las orejas, a diferencia de aquellos que son lacios y distendidos, y están siempre haciendo cosquillas o dándole calor al hélix de los pabellones auditivos en zonas de clima
 benigno.
Brasil es un país muy grande, casi tan enorme como los Estados Unidos o cuarenta países europeos diferentes juntos. Y eso constituiría una ventaja para él. Cuanto más extensa es una nación, más complicado y difícil es el control de sus fronteras o la búsqueda de un fugitivo. Si a ello se le agrega la exuberante vegetación, Brasil constituye el país idóneo para que uno no sea encontrado nunca si se lleva una vida exenta de actividad social.
Pero el objetivo de Almir no era convertirse en un ermitaño, o vivir como un indígena, escapando u ocultándose siempre.
Almir quería llegar a Norteamérica e iniciar una vida nueva. Tenía mucho tiempo por delante e ilusión suficiente para poner en marcha un gran proyecto.
Deseaba buscar oro, sí, pero de una manera diferente a la minera, tal como lo había hecho durante los últimos cinco años. Quería descubrir dónde estaba oculto el metal precioso, pero un oro con mayor valor añadido: monedas, joyas, objetos antiguos, imágenes religiosas, sarcófagos, y hasta construcciones
 ocultas bajo tierra, todos ajenos a la luz y el paso del tiempo, al ataque de los elementos y los saqueadores, a la podredumbre y la oxidación que padecen otros metales y aleaciones no tan nobles como el bronce o el cobre.
Almir quería escapar porque, en un intento de arrebatarle las pepitas de oro que tenía escondidas en su cabaña, pensó que había dejado casi heridos de muerte a dos peruanos con su machete. Aunque no quiso matarlos, esquivando con la reluciente y afilada hoja la cabeza y el tronco de los dos ladrones, las heridas en las extremidades fueron graves, y mucha la sangre que iban derramando en el suelo al escapar.
Almir pensó que podrían denunciarlo, y casi seguro, que intentarían algo mucho peor, vengarse pagándoles a otros con más experiencia para que le dieran una buena paliza y, después, muerte.
Si no fuera por el accidente que tuvo, cuando lo pilló desprevenido el árbol, dos días después del intento de robo, seguramente hubieran dado con él en la cabaña, y esa vez no sería solo para llevarse el oro, sino para dejarlo muerto de verdad sobre la hamaca, o en el suelo, con un par de tiros bien metidos en el corazón o en el cráneo.
No le quedaba más remedio que marchar. Si no lo hacía tendría que rendir cuentas ante la justicia, o mucho peor, delante de los cañones de un par de matones. Esos que no se andan nunca con miramientos ni con rodeos. Los sicarios van directos al grano. Preguntan por la plata o por el oro, y si la respuesta no los conduce hasta ellos en pocos minutos, o simplemente no les parece muy convincente, vuelven a dar otra oportunidad; pero ya con la pistola pegada a la sien, y el dedo en el gatillo, presionándolo ligeramente, igual que se le hace al pedal del embrague cuando descansa el pie sobre él; aplicando nada más la fuerza justa para que el reo vea, de reojo, que la maniobra no es solo intimidatoria, y que el peligro de muerte es tan real como la imagen amenazante del verdugo. Los sicarios apretan el gatillo, pero sin pasarse, no vaya a ser que el pájaro se marche sin cantar al otro barrio.