domingo, 4 de diciembre de 2016

33. Susi en el país de las maravillas


Susi tuvo la suerte de nacer en un pueblo pequeño cuando a ellos solo llegaba, de vez en cuando, un coche tocando el claxon para hacerse paso entre la gente asombrada que bailaba en la fiesta anual de la patrona, o el ganado que ocupaba el camino y le manchaba su reluciente y recién estrenada chapa. 
A veces, el conductor del vehículo pitaba únicamente para anunciar a bombo y platillo a todos los vecinos su gran estatus, comparándolo con la pobreza y el atraso de quienes aún tendrían que andar muchos años a pie detrás de las vacas.
Fue así como Susi empezó a explorar en su aldea, sin temer al tráfico rodado de las ciudades, sin correr peligro y siendo totalmente libre. Ante sí se extendía un vasto imperio con solo tres años cumplidos.
Cada día se escapaba un poco más lejos, y siempre volvía a casa alegre y satisfecha porque ya era "mayor", y sabía regresar sin la ayuda de mamá, igual que lo hacen las crías una vez que salen por primera vez de la madriguera.
Que pudiera volver a su hogar no significaba que Susi supiera donde estaban el Norte, el Sur, el Este ni el Oeste. Situar correctamente los cuatro puntos cardinales sobre el terreno resultaba una cosa muy compleja para una niña tan pequeña. Lo que hacía Susi era mucho más sencillo. Simplemente recordaba el itinerario de los cuatro caminos que tenía dibujados hasta ese momento en el cuaderno de su cabeza. Asociaba la ruta de la iglesia con girar a la derecha nada más salir de casa, después cruzar la carretera, subir por la cuesta... en ese y no en otro orden espacial y cronológico. 
Pero sus cuatro rutas tenían unos límites que nunca debía traspasar para no perderse. Así podría regresar antes que la atrapara el frío, el hambre, el miedo o la noche. Dichas fronteras solían ser un puente, la vía del tren, una gran charca formada durante el invierno que le impedía el paso, o la excesiva altura de las ramas más cercanas al suelo del árbol donde quería construir su primera cabaña. 
Pero, a medida que pasaba el tiempo, era capaz de memorizar mejor los nuevos caminos recién descubiertos, o incluso hacer algo arriesgado como desplazar sus límites establecidos unos pocos pasos más allá, después de bordear la charca, cruzar la carretera prohibida por mamá o gatear un metro hacia arriba en el mismo roble que también tiene los pollos recién nacidos en un nido.
El lugar donde el agua del canal de riego pasaba a través de un sifón por debajo del camino, era el espacio de exploración preferido de Susi. Más allá no se atrevía a ir, por ahora, porque se quedaba sin referencias en medio de las huertas de verduras y hortalizas, principalmente de tomate y pimiento rojo; los extensos viñedos, los campos secos o los laberintos de chopos todos iguales.
Pasado el canal de riego todavía tendría que auxiliarla su hermana, o incluso su mamá yanomami. En esa zona había muchos cruces y desvíos, todos a la derecha, porque del lado izquierdo corrían pegadas al camino las aguas planas y mansas del río. A veces, onduladas cada ciertos metros debido a los cantos rodados más grandes que sobresalen del lecho.
La canalización y el sifón la atraían porque corrían por ellos muchas vidas de diferentes especies y tamaños, gracias a la fuerza que traía el agua de riego procedente de un pantano cercano: tritones, sapos y ranas, alguna sabandija despistada, culebras...  

A Susi le parecía interesante y bello todo aquello. Para ella era magia que, de repente, aquella corriente de agua se sumergiera y desapareciera bajo la tierra, volviendo a aparecer de nuevo al otro lado del camino con la misma fuerza. Un milagro de la naturaleza que Susi aún no entendía porque el fenómeno físico se producía solo, y no podía interrumpirlo por más que metiera sus manitas dentro de la acequia, o intentara obstruir el pequeño canal con torrones, ramas o pequeñas piedras que podía transportar de una pared cercana.
Para comprobar que el agua pasaba de un lado a otro y era la misma, Susi botaba en el canal toda clase de cuerpos flotantes. Sabía que se comportarían como submarinos al ser absorbidos por la fuerza de las aguas que se creaba en el interior del sifón. Palos pequeños, cortezas de los árboles... o tripulantes vivos atados con hierbas a las embarcaciones: saltamontes, cigarras, lagartijas, grillos... cualquier asustado e inocente animalito que lo llevara la corriente, aunque se ahogara, para así experimentar más emoción, a costa de su inocente crueldad.
Susi tenía que ser muy ágil y rápida para observar cómo se cumplía la Ley Hidrostática de los Vasos Comunicantes. No entendía nada de física, pero le parecía que todo era un milagro, y le gustaba hasta el punto de estar preguntándole siempre a su mamá cuándo volvían a abrir las compuertas del canal para regar. 
Una vez cruzado el camino de forma rápida para ver cuántos y cuáles submarinos llegaban al otro vaso del sifón, Susi estaba muy atenta para intentar recuperar el máximo número de ellos, así como a los valerosos buzos que hacían de tripulantes. 
Casi ninguno se había ahogado, o eso le parecía a Susi al comprobar que seguían moviéndose tras la corta pero arriesgada travesía. Como mucho estaban heridos, y valdrían para afrontar una nueva inmersión.
Al otro lado del sifón no había fuerzas telúricas que producían inexplicablemente remolinos y succión, sino todo lo contrario, presión hacia el exterior, algo de espuma y constantes borbotones expulsando el aire. 
Muchos animalitos vivos que no eran arrastrados por la corriente, serían utilizados de nuevo para repetir el experimento, una vez tras otra, hasta que mamá yanomami la llamaba para comer o ir por la tarde a la escuela.
-Susiiiii, Susiiiii... ven -gritaba su madre mientras ella se apresuraba a guardar una diminuta ranita de San Antonio en el frasco de cristal de las medicinas que traía en un bolsillo.