jueves, 22 de diciembre de 2016

39. Susi sigue enferma en Caracas


India  y Susi llevaban ya más de dos días en el hotel.
La habitación, que al entrar parecía un escenario sin estrenar pulcro e inmaculado, se fue convirtiendo, poco a poco, en un espacio cotidiano y familiar, en una estancia con signos de haber sido usada por otros, e incluso, pasada de moda, con algunos detalles de la decoración desfasados, aunque no vulgares, chabacanos o de mal gusto estético.
Susi, desde la cama, tuvo tiempo suficiente para buscarle muchos defectos a una habitación de cien euros que no debería tenerlos justamente por su precio, o al menos, que debían ser corregidos; no todos, pero sí aquellos que estaban relacionados con la falta de limpieza profunda o el correcto mantenimiento de las instalaciones y el mobiliario.
Dos de los tres cuadros que había colgados enfrente, suspendidos con alcayatas atornilladas en la pared blanca, estaban ligeramente desnivelados, uno vertiendo a la derecha, y el otro hacia el lado contrario. Al estar mal colocados, de forma simétrica, el efecto visual provocaba mucha más desazón en Susi, quien no tenía ganas de levantarse para corregir aquel desaguisado.
Los tres estaban situados a la misma altura del suelo y también eran del mismo tamaño, unos veinte por treinta centímetros. Tenían los marcos muy sencillos y todos de color marrón. Representaban tres playas de forma divina. Arena, agua y cielo superpuestos. Escenas nocturnas con las olas perfectamente pintadas para que pudieran convertirse en un significante comodín: nieve sobre las montañas lejanas, alumbrado de pequeños pueblos diseminados por toda la sierra, o espuma blanca haciendo equilibrios sobre las olas.
Los tres óleos apaisados eran evocadores y bellos, y los firmaba la misma pintora, una tal Marisol, alguien que seguro trabajó a destajo poco antes de inaugurarse el hotel vendiendo su obra a peso. Nada menos que doscientos cuadros originales repartidos en las cuarenta habitaciones y los pasillos de la tercera planta.
Algunos ya los habían robado. Sus medidas eran idóneas para meterlos en la maleta o debajo de la chaqueta. En su lugar, colocaban otros, siempre del mismo tamaño, pero ya eran simples fotos de obras pictóricas famosas, o cuadros de autores anónimos como Marisol, aunque de escasa calidad pictórica y carentes de toda emoción o sentimiento.
Resultaba mucho más económico sustituir un cuadro que pintar toda la habitación para borrar las marcas blancas que dejaban en la pared los cuadros que se habían llevado.
En el hotel había una persona encargada exclusivamente de limpiar las "manchas" que quedaban una vez sustraídas las obras; espacios protegidos, casi siempre con forma rectangular, que no habían sufrido los efectos de los agentes "externos" como la suciedad en general, el humo del tabaco, la iluminación interior, las micropartículas del aire acondicionado, o el vapor de las comidas que se servían calientes.
Le llamaban "Tapablancos", y no daba abasto. Dieciséis plantas, multiplicado por una media de cincuenta, resultaba la friolera de unos ochocientos cuadros, y no había día que no robaran dos o tres, de diferente temática, técnicas variadas, tamaños desiguales y marcos con todo tipo de molduras: muy sencillas hechas con listones de madera, barrocas, metálicas...
El trabajo resultaba engorroso porque no se podían eliminar de cualquier manera aquellas marcas rectangulares blancas que descubrían diariamente los empleados de la limpieza. Si todas las obras de una habitación eran óleos realistas de paisajes, no pegaba una acuarela abstracta, ni tampoco una fotografía de un Picasso cubista. Y lo mismo ocurría con el tamaño, que solía ser el mismo en cada habitación o pasillo. Un cuadro pequeño no tapaba una marca grande, ni pegaba en medio de los cuadros de mayor tamaño. Y algo similiar pasaba cuando faltaba uno pequeño.
Susi también se fijó en más defectos de la habitación. 

Las rejillas de la ventilación tenían mucho polvo y carbonilla acumulados. Ello indicaba que nunca se habían limpiado los conductos que transportaban el aire acondicionado.
La mesita de noche ocultaba unas rayas, aunque había que levantar la lámpara y el tapete para poder verlas. El garabato parecía ser obra de niños. Estaba realizado con poco acierto formal, quizás con una llave, u otro utensilio puntiagudo.
La moqueta del suelo tenía diminutos cráteres ocasionados por las brasas desprendidas de los cigarrillos en un descuido. Eran huellas de otros tiempos, cuando se podía fumar casi en cualquier lugar, incluidos los colegios y los hospitales.
El tabaco también había dejado sus huellas en el cuarto de baño sobre las superficies que estaban fabricadas con algún tipo de plástico, aunque las habían pulido convenientemente para quitarles, por lo menos, el color torrado.
Las paredes alicatadas del baño tenían un azulejo roto, aunque solo una pequeña esquina, detrás del bidé, bastante difícil de ver. 
El moho comenzaba a adueñarse de las juntas que estaban más expuestas al agua y la humedad, principalmente alrededor de la bañera y el lavamanos. Era evidente que necesitaban un poco de Baldosín desde hacía ya tiempo.
El techo de escayola del baño parecía recién pintado, pero comenzaba a escascarillar, aunque aún no habían reventado las pequeñas ampollas que se habían formado. Seguramente los operarios no rasparon la superficie correctamente, o emplearon una pintura demasiado barata para ahorrar, o quizás no era debido a ninguna de las dos cosas. Aquello estaba así porque había una pequeña fuga de agua oculta, o incluso, detectada por el encargado de mantenimiento, anotada en la lista de pendientes, y olvidada para siempre.
Susi se dió cuenta de lo que le había ocurrido al entrar en la habitación: deslumbrada  por la primera impresión de las cosas, no fue capaz de fijarse en el resto, porque así funciona el cerebro: siempre quiere emitir un juicio o una conclusión de manera inmediata, para no moverse en el pantanoso terreno de la duda, en la tupida selva de los tonos grises, y en la insoportable y molesta espera. Atacar o escapar, entrar o salir, reír o llorar, amar u odiar...