viernes, 9 de diciembre de 2016

35. India y Susi asisten sin querer a una boda de pueblo


La autopista que conduce a Caracas desde el Puerto de San Juan estaba con poco tráfico cuando India y Susi salieron de la posada.
Demorarían unas cuatro horas en el viaje, si no ocurría ninguna cosa imprevista. Apenas estaba amaneciendo y calcularon que tendrían tiempo de llegar a la cárcel de mujeres para poder ver a Martinha.
De repente, a mitad de camino el carro comenzó a fallar. India se pasó al canal lento y de ahí al hombrillo, hasta que el motor se apagó.
-¡Dios! ¿Y ahora qué hacemos? -exclamó India muy preocupada-. Quedarnos en mitad de la autopista es muy peligroso por los malandros.
Miraron a su alrededor y se dieron cuenta de que estaban en las afueras de un pueblo.
-¡Hostias! -dijo Susi muy molesta-. ¡Cómo nos alquilan un coche averiado! Se supone que debería estar en perfecto estado. Debemos llamar a la compañía. Buscaré el número en los papeles del contrato que nos han dado.
-El carro está bien. Lo que falla es la mierda que le han echado en la última gasolinera. ¿Recuerdas dónde fue? -preguntó India.
-Qué más da dónde la pusieron. El daño ya está hecho. Anda, llama de una vez a la compañía.
Luego de telefonear y dar el punto kilométrico donde estaba parado el vehículo, la operadora de la empresa prometió que enviaría una grúa para auxiliarlas.
Las mujeres se quedaron dentro del carro con las puertas cerradas. Estuvieron esperando hasta que casi anocheció sin que apareciera la grúa por ningún lado. Fue entonces cuando decidieron salir y ponerse a caminar hasta el pueblo donde pedirían ayuda.
Aquel día se celebraba una boda en el núcleo rural al que llegaron tras caminar poco más de un kilómetro entrada ya la noche.
Los vecinos de las parroquias limítrofes comenzaron a llegar a eso de las once de la mañana.
La casa de Javier, el novio, era bastante grande, pero había la costumbre de dejar todos los regalos expuestos afuera: un racimo grande de plátanos verdes, una arroba de garbanzos, un saco de maíz sin desgranar, dos acures vivos en jaulas de rejilla metálica, caraotas negras, yuca, arroz, azúcar, ron, cuatro pollos, dos vivos y dos ya desplumados, tres camisas bordadas, cuatro 
pares de zapatos, una cama de caoba desmontada, media docena de juegos de sábanas...
La ceremonia estaba prevista para el mediodía en la iglesia de adobe, blanqueada unos días antes con una lechada de cal en las paredes exteriores, y luciendo una campana de bronce que se estrenaría ese día dando sus primeros toques a las doce.
La novia llegó a lomos de una yegua blanca con la cola rizada y varias manchas negras en la panza. Sobre ella una mujer todavía virgen, morena y bella, de amplias caderas y lindos pechos para amamantar muchos hijos.
Una muchacha calzada con sus mejores botas de cuero y un pantalón amplio ceñido nada más en la cintura. Sobre el resto de su cuerpo, una camisa blanca bordada que le había regalado una hermana, y un sombrero de ala ancha, muy femenino, comprado en la Feria Anual de Guaca que se celebra el primer domingo de mayo.
Carmín rojo en los labios. Un poco de colorete en las mejillas. La cara con una gran sonrisa mostrando dos hileras de dientes simétricos y perfectos, de color blanco mate, como las dos nubes que tenía sobre su cabeza.
El novio llevaba una camisa roja, un cinturón con chapa bañada en oro y, debajo, pantalón negro tapándole las botas de media caña.
El cinturón fue cosa de su madre. Nunca se lo dejó poner hasta esa fecha tan señalada. Por eso no tenía el cuero cuarteado ni los agujeros dados de sí.
El pantalón no era de su talla y le quedaba algo escaso. Le marcaba en exceso el miembro, como si fuera un torero.
Tras la comida del mediodía ofrecida a los invitados, la fiesta continuó hasta la noche.
India y Susi llamaron en la primera casa que encontraron y le explicaron la situación a una señora que estaba muy atareada.
Las invitó amablemente a pasar, les ofreció un vaso de agua que aceptaron con gusto, y se sentaron en la sala. Les dijo que se llamaba Josefina y, antes que nada, quiso saber sus nombres para dirigirse a ellas.
En la casa había mucha gente ajetreada andando de un lado para el otro. La señora les explicó que era debido a la boda su hijo mayor y les ofreció quedarse hasta que resolvieran su problema. 
Fue así como India y Susi se instalaron en una de las habitaciones de la casa que compartirían con las nietas.
La señora Josefina les contó que para casar a su hijo José habían engordado un puerco con el que prepararon el asado, los chicharrones y las butifarras. Mataron también dos chivos y los picaron menudo en la sopa, y con las caraotas que cosecharon en la finca de la familia cocinaron más de quinientas hallacas.
Eso alcanzaría para dar de comer a todo el pueblo, más los invitados que viajaron de otros poblados aledaños, incluyendo la cena a la que habían sido invitadas también las dos mujeres agregadas.
India y Susi se bañaron en un pequeño recinto improvisado en el patio de la casa, al aire libre. Hacía años que no se usaba. En su interior ataban por los cuernos a las vacas en celo para que el toro las montara. Solo constaba de una manguera y tres tabiques de madera. No tenía puerta.
Con las narices pegadas al cristal de una ventana del corredor superior, un muchacho adolescente miraba sigilosamente cómo se desnudaban las dos mujeres, mientras se la meneaba en la oscuridad.
Iluminadas por un foco adosado a la pared, fueron espiadas desde lo alto hasta que el muchacho eyaculó.
Le había excitado sobremanera que las hembras fueran unas desconocidas que venían de fuera. Dos personas con mucha más edad que él. Le gustaba, mientras se masturbaba, no saber nada de las vidas de aquellas mujeres, ni por qué razón habían llegado allí. Podían ser su madre o incluso su abuela. Podían estar casadas o solteras. Podía tratarse de una pareja, pues se estaban bañando juntas, aunque solo ayudándose a aclararse con la manguera. Era superior a él y a sus instintos ver a dos inocentes viajeras enjabonándose y aclarándose donde un gran toro de parada escanció tanto semen en otro tiempo.
En la plaza sonaba la música del grupo contratado para amenizar la boda. 

Los camareros reclutados entre la familia y los amigos comenzaron a servir el primer plato cuando los novios dieron la señal desde la cabecera de la mesa.
-Vamos, Susi, que nos están esperando. Olvídate del pelo, coño; ya secará él solo.