miércoles, 30 de noviembre de 2016

31. Yubirí tiene enfisema y está enganchada a las drogas, la zoofilia y el juego


Yubirí llevaba más de una hora en el interior del carro camuflado, un Toyota gris metalizado con los cristales ahumados.
Estaba esperando a que entraran en el edificio varios miembros no fichados de la organización opositora de derechos humanos. No se había maquillado, y se le veía la cicatriz que le quedó tras una reyerta callejera entre bandas.
De joven perteneció en su barrio a una de ellas, compartiendo a partes iguales el mando con un hombre. Después se amansó, se casó y tuvo dos niñas. Pero pronto dejó a su marido y a partir de ahí fue un completo desastre. Oficialmente trabajaba de relacionista pública, pero algunos desconfiaban de que eso solo era una tapadera para ocultar su verdadera y turbia profesión.
Yubirí fumaba un cigarrillo tras otro con la ventanilla derecha abierta. Le importaba un coño de la madre que estuviera lloviendo y que se mojaran el tapizado de la puerta, el asiento del acompañante o la alfombra sintética del suelo.
Fumaba mucho y tenía frecuentes ataques de tos. Tan fuertes que los superiores decidieron inhabilitarla en muchas operaciones en las que era necesario guardar el más absoluto silencio.
A Yubirí ya no le gustaban los hombres, y dependía de manera extrema del tabaco, las drogas, la zoofilia y el juego.
El abuso del tabaco lo pagaba con el enfisema pulmonar que la acabaría matando si no lo hacía antes un cáncer fulminante. Y también con la caída de la mitad de los dientes.
En cuanto al juego continuado, lo mantenía gracias a la extorsión una vez que se agotaba el sueldo, que solía ser por norma general tres o cuatro días después de cobrar la nómina. La aberrante atracción por los animales la había llevado más de una vez al hospital, por una coz o heridas infectadas.
El carro de Yubirí estaba pendiente de ir al autolavado porque olía a vómito y orina, restos que un adolescente había dejado en el amplio maletero hacía algo más de una semana.
Los servicios secretos solían transportar a los detenidos de esa manera cuando no disponían de un furgón especial, mucho más grande y sin ventanillas. Primero les colocaban las esposas y después les inyectaban un tranquilizante.
Pero ese día no se necesitaría para nada el carro de Yubirí. Como se sabía cuántos miembros de la organización iban a pescar con Martinha, estaba ya estacionada en el sótano del edificio contiguo una camioneta para poder trasladar a los detenidos al continente.
Yubirí daría desde su vehículo la orden de asalto cuando ya estuvieran reunidos los activistas.
El primer carro llegó a las cuatro de la madrugada en punto. Solo traía las luces de posición encendidas. De él se bajaron dos mujeres y un hombre.
Siete minutos más tarde apareció el resto de los invitados.
En total entraron en el edificio tres varones y dos féminas por la puerta pequeña del sótano a través de la cual se accede al garaje.
Algunos de ellos emplearon en el pasillo interior diminutas linternas de llavero.
El bloque de apartamentos
 no tenía luz y, por tanto, tampoco funcionaba el ascensor, así que subieron todos a pie hasta el quinto piso, donde se escondía Martinha.
A las cuatro y treinta y seis minutos, Yubirí transmitió la orden de detención a los agentes especiales de asalto después de tirar por la ventanilla un cigarillo a medio fumar.
Seguía lloviendo.
Al cabo de un rato, Yubirí recibió la llamada esperada en su celular.
- Yubi, ¿estás ahí?
- Sí, te oigo. Cuéntame. ¿Ha salido todo bien? -respondió Yubirí.
- No ha habido problemas. Puedes ordenarle al conductor que acerque la camioneta. No estaban armados y tampoco ofrecieron resistencia alguna -contestó el jefe de la operación de asalto.
- Okey, ahorita mismo lo llamo.
No hubo tiros ni derramamiento de sangre. Después de abrirse la puerta de cartón tras recibir 
un par de patadas bien dadas, los activistas solo tuvieron tiempo a gritar y levantarse de las sillas, con la intención de esconderse en las habitaciones o debajo de la mesa, pero no les dio tiempo a hacerlo.
En el preciso instante en que comenzaron a salir los detenidos ya esposados por la puerta del sótano, Yubirí prendió otro cigarrillo con el que aún tenia encendido. No le importaba un coño que se agujereara la moqueta o el revestimiento del asiento debido a las diminutas brasas que caían al chocar los dos cigarrillos, uno de ellos, como siempre, sin acabar de fumar de todo. Lo único que le importaba en ese momento era la partida que aún le daría tiempo a jugar a las seis de la mañana en uno de los casinos clandestinos abiertos en Isla Perlas.
Yubirí
 solo estaba interesada en eso y en la orgía que tenían organizada ella y otras dos mujeres con diversos animales al día siguiente, antes de entrevistarse con Susi e India en el puerto.
Tiró la colilla encendida tan lejos como si la hubiera lanzado con un tirachinas, y giró la llave de contacto del carro.
El motor encendió a la segunda y la ventanilla del acompañante continúó abierta mientras seguía lloviendo.
Yubirí estacionó delante del Marfú, un club en el que todas las putas la conocían. Entró y pidió al camarero una copa de ron. Con el vaso en la mano, se dirigió a la habitación donde dormía el encargado del negocio. Abrió sin llamar y encendió la luz.
-¡Despierta huevón, es casi de día! -le gritó una vez que estaba ya sentada en el sofá.
Al ver que seguía durmiendo y no le hacía caso, le dio un plazo de varios segundos. Después, Yubirí se levantó, se acercó a la cama, quito la sábana de un solo tirón, y le agarró bien fuerte la polla y los huevos. Los ojos le saltaban de las órbitas y la cicatriz resaltaba como nunca lo había hecho en medio de aquella cara enrojecida por la ira.
-Si no te levantas ahora mismo y abres la caja fuerte, te arranco esto y te lo meto en tu pestilente boca para que lo mastiques y te lo tragues, y después te tomas un Alcaselser, ¿de acuerdo?
Yubirí salió de Marfú con más de tres millones de bolívares en el bolsillo, suficientes para  enfrentarse con algún pez gordo venido de fuera de la isla. En general, gente que había medrado con la nueva coyuntura y estaba haciendo mucho dinero en el mercado negro de las medicinas y los alimentos, agentes de la banca compinchados para quedarse con las pensiones que no se enviaban al extranjero, comisionistas, importadores de aparatos electrónicos y telefonía móvil, funcionarios corruptos, gigolós de alto estanding, traficantes de drogas, extorsionadores como Yubirí, propietarios de cadenas de prostíbulos y alguna que otra puta joven, rica y dueña de su propio negocio.

Pero a la isla también venían del continente jugadores con mucha menos plata para gastarla en las ligas inferiores, en campos más peligrosos, y locales a veces bastante cochambrosos. En esos tugurios se consumía alcohol de barril que cualquiera puede adquirir al por mayor en el puerto, sin ningún tipo de precinto ni de control sanitario. 
La segunda división de jugadores está compuesta por empleados, comerciantes y pequeños empresarios tan enganchados al juego como los profesionales, jóvenes menores de dieciocho años, primerizos que salen siempre desplumados, o simplemente aquellos que juegan una vez por probar y no vuelven a hacerlo nunca más.