sábado, 19 de noviembre de 2016

25. El abrazo


India  estaba muy emocionada esperando que por fin llegara Susi del largo viaje desde España hasta Santa Ana.
Ansiaba el momento de poder ver de nuevo a su amiga, después de tanto tiempo transcurrido desde que se habían conocido personalmente en el Pico Espejo, en Mérida, y de haber compartido largas conversaciones durante meses.
India ya le había dado las instrucciones por teléfono al chofer del taxi que la traía del aeropuerto de Maiquetía en Caracas para llegar hasta la casa.
Solo era cuestión de minutos para poder abrazarla y planear juntas los viajes en búsqueda de Almir y del loro catarú en el que habría podido reencarnar su bisabuelo Isidoro.
India estaba sentada en un sillón sobre el alto porche y Leo en el piso, recostado a su lado y con sus patas delanteras cruzadas una sobre la otra, como acostumbra a hacer cuando se siente relajado y feliz.
De repente, India estiró el cuello y vio que un taxi se había estacionado frente a la casa y una mujer descendía de él.
-¡Es Susi! -le dijo a Leo.
India, seguida por el perro, se levantó y corrió escaleras abajo al encuentro de su amiga luego de abrir la reja que da hacia la calle.
La llamó desde lejos por su nombre varias veces sin poder creer que era ella. Y,  al acercarse, la abrazó poniéndole los brazos alrededor del cuello, riendo y llorando de la emoción.
India la apretó muy fuerte contra el cuerpo y comenzó a dar pequeños saltos, repitiendo una y otra vez su nombre, hasta que quedó suspendida, abusando de una confianza que no le permitía por ahora cometer tales excesos.
India notó su olor agradable y también que no llevaba perfume ni colonia. Olía simplemente a un largo viaje y a una casi imperceptible fragancia del jabón del avión con el que se había lavado la cara. Así de fino tenía el sentido del olfato India, quizás para contrarrestar otras muchas carencias, como la de uno de sus oídos.
Fue un largo abrazo; muy sentido y muy emocionado. No la quería soltar para que no terminase ese conmovedor momento. Leo les ladraba contagiado de la situación.
El chofer, que había bajado del taxi, miraba la escena sonriendo, despreocupado porque la tarifa seguía aumentando.
India, después de abrazarla de aquella manera, temía que Susi no reaccionara bien, o incluso que la apartara porque invadía su espacio personal, pero era tanta su emoción que la miró a la cara y la volvió a abrazar; ahora envolviendo con los brazos su espalda, no queriendo dejarla escapar, demostrándole todo su cariño y agradecimiento.
Susi no pudo evitar ponerse colorada como una brasa, aunque India no se dio cuenta de ese detalle.
La verdad, no esperaba aquella reacción tan explosiva de una persona adulta, más propia de una niña de internado desbocada cruzando el pequeño espacio que la separa de los brazos de sus padres recién llegados del extranjero.
Cuando vio aquel cuerpo colgado por completo de su largo cuello, Susi ya no pudo reaccionar, ni siquiera disimular su profundo desconcierto.
Se quedó como una fría estatua, incapaz de moverse, asediada por un organismo vivo de sangre caliente que reía y lloraba a la vez, acosada por una persona a la que no le importaba en absoluto mostrar sus emociones, ronzando incluso el límite de la incompostura y la falta de buena educación.
India había traspasado la frontera de su espacio íntimo sin avisar previamente con un apretón de manos o dos besos en las mejillas.
India no sabía algunas cosas. Si las conociera, actuaría con más tiento, delicadeza, prudencia y también paciencia, porque habría otros momentos para mostrar sus emociones.
Pero a India le daba igual. Por eso seguía colgada de su cuello con los pies despegados del suelo. Cuerpo a cuerpo. Vientre con vientre y seno con seno, aunque con una asimetría vertical de casi veinte centímetros, la altura que Susi le sacaba a India.
Mientras tanto, el taxista seguía esperando con las puertas abiertas y el maletero lleno de paquetes; el maletero y el asiento trasero.
Y Leo, el perrito vagabundo adoptado por India, dando vueltas, quizás celándose sin motivo de una fría e inmóvil estatua que tenía los brazos caídos y los ojos clavados en una de las ventanas de la casa familiar, la que le quedaba justo enfrente.
Cinco segundos eternos, hasta que el femenino pedazo de mármol comenzó a resucitar.
Pero Susi no lo hizo de repente, sino a cámara lenta, mientras India seguía sollozando y riendo al mismo tiempo sobre sus pequeños pechos, sin importarle nada que estuviera manchándole la camiseta a Susi con el carmín de los labios y una poca de pintura diluida en sus lágrimas, de la que se puso innecesariamente para realzar la belleza de sus ojos.
Sí, India se arregló como mejor pudo para recibir a su amiga. Mucho más que para cualquier fiesta en la que siempre pasaba desapercibida como una cenicienta, o repelida porque creían que  estaba medio loca, o simplemente porque la consideraban un cero a la izquierda en un país hecho mierda, también al borde de la quiebra social y económica.
Pero India poco podía hacer en el armario ropero. En su interior no había mucha ropa y calzado donde elegir. Y la cosa se complicaba aún más al haber adelgazado tanto.
Se dijo incluso a sí misma que debía haber dejado antes de fumar y ahorrar para la ocasión. Dejó el tabaco hacía pocos días con la intención de poder abrazarse a Susi y no oler a humo.
En el pequeño armario solo había un par de zapatos que podían servir, unos mocasines sin tacón;  pero el pie derecho tenía una pequeña mancha, por fortuna casi invisible ante los ojos de una persona que no lo supiera.
Colgada del cuello de Susi, los pantalones de India parecían mucho más escasos de lo que realmente eran.
Al estar suspendida unos segundos y quedar embutida en ellos, se marcó mucho más el perímetro de su cintura, sus caderas y sus voluptuosas nalgas, las que tanto acarició Perico Metralleta o el Cid Puyador.
Se marcaron las curvas de la carne y también las bragas, prenda íntima que estaba casi a punto de caer al estrecho precipicio.
Cuando la estatua de mármol comenzó a reaccionar, India posó los pies en la tierra y la abrazó poniendo ahora sus manos y sus antebrazos en la espalda de Susi.
Y siguió apretando muy fuerte con su cabeza apoyada de lado.
A Susi se le descongelaron los brazos, y al fin pudo moverlos. Pero no supo al principio dónde ponerlos.
Ahora ya notaba plenamente el cuerpo a cuerpo. De arriba abajo. Sus grandes senos, su vientre, sus caderas y sus piernas. Y la camiseta mojada en la zona donde caían las lágrimas de India, porque Susi no lloraba, y aunque llegara a hacerlo, al ser más alta que India, sus lágrimas verterían en los hombros o la espalda de su compañera.
Finalmente, Susi tuvo que rendirse y fue incapaz de apartarse de la querida amiga, algo que le estaba permitido hacer con cierta delicadeza y que no debía parecerle mal a India.
Susi, al comenzar a apretar tanto o más que India,  comenzó a llorar mientras le acariciaba la espalda con las manos abiertas.
-¡Tranquila, Salvajita mía, tranquila, que ya estoy aquí para animarte y protegerte! -le dijo Susi sollozando.
Tras estas palabras de ánimo, caminaron abrazadas de lado hacia la puerta abierta de la casa, olvidando por completo que debían descargar su equipaje, pagarle al conductor del taxi, y hacerle algo de caso al pobre Leo, ya que el perrito seguía ladrando y, quizás, celándose  del nuevo invitado.