sábado, 9 de septiembre de 2017

61. Catuxo

Poco antes de que India recibiera un inesperado correo desde Europa, Susi, tendida sobre la cama, recordaba con gran precisión cómo era Catuxo.
Nació en una familia pobre y no olió un coño hasta los cincuenta y siete.
Antes de que surtieran sus primeras perlitas blancas disparadas como proyectiles hacia el cielo, ya se mataba a pajas, algunas veces hasta tres veces al día, dependiendo de las imágenes que le anduvieran rondando por la cabeza, normalmente representaciones imaginarias de las braguitas de las niñas que iban a la escuela, de su misma edad.
Aunque nunca llegó a follarse a una mujer hasta la susodicha edad, Catuxo se vacunó muy bien contra el adenoma de próstata, tumor benigno que suele terminar en cáncer si no se ataja a tiempo.
La ropa tendida lo volvía loco.
Según fueran las bragas así se imaginaba cómo eran los chochos que residían en ellas.
Cuando las veía, tenía que buscar rápido un lugar para esconderse y meneársela a gusto. Normalmente sentado, porque el temblor de las piernas era muy fuerte cuando le comenzaba a fluir la leche.
Catuxo tuvo una etapa que las robaba.
Se fregaba a ellas con la polla o se las ponía.
Pero las prefería usadas, antes de que las lavaran en el río.
Esa maniobra era muy peligrosa y arriesgada, por eso le gustaba más hurtárselas a las mujeres que robarlas de los alambres.
La maniobra la tenía que llevar a cabo en un descuido.
Las mujeres solían traer en las baldetas la sábanas de las camas por encima, ocultando las prendas interiores que venían en el fondo.
Muchas, casi todas, ya venían sin bragas para lavarlas, o incluso se las quitaban en el río con poco disimulo.
Catuxo lo sabía, y como nadie desconfiaba de él por faltarle un hervor, las espiaba escondiéndose en medio de la retama.
Catuxo era el tonto del pueblo.
No había ninguno más.
Gastaba una polla hermosa que nunca una moza llegó a disfrutar en el lugar donde nació.
En el río se ponía rabioso de verdad.
El viento levantaba a veces las faldas de las lavanderas y se les veía todo por detrás.
Chochos peludos y hermosos que algunas incluso lavaban escarranchadas en el río con jabón Lagarto.
A los cincuenta y siete, casi ya de viejo, se enteró la vecindad femenina de que gastaba una herramienta prodigiosa en el suburbio de la ciudad al que se trasladó a vivir.
Aprovechándose de su incapacidad mental, lo acosaban en cualquier lugar.
Normalmente se lo follaban en la chabola de madera y chapa donde dormía.
Muchas veces al día, porque Catuxo la tenía siempre dura.
Todo el mundo sabía lo que ocurría dentro, pero se hacía la vista gorda hasta que de vez en cuando se formaba una buena trifulca.
Después volvían las aguas a su cauce.
Entraban de todas las edades al garito.
Jóvenes y maduras.
Algún hombre y alguna vieja caliente.
Todo el mundo lo sabía y ninguna autoridad tomaba cartas en el asunto.
La más guarra era Matilde. Cochina y gorda de verdad, pero con buenos adentros.
Siempre venía ya sin bragas.
Al entrar en la cabaña, a Catuxo, nada más verla, se le revolvían los ojos porque sabía que al principio Matilde le hacía una buena mamada.
-Catuxo, meu. Eiquí estón para lavarche a caralla -le decía.
Mientras lo masturbaba con energía y delicadeza al mismo tiempo, ella también  usaba un pepino con gran habilidad.
-¡Meu neno, qué gaita máis boa tes! -comentaba a veces al tiempo que cogía aire de nuevo.
Después de tragar la leche del primer ordeño, se ponía a tono y ya se colocaba sobre él.
El pobre Catuxo acabó en un siquiátrico del estado una vez que ya nadie lo alimentaba porque no se le levantaba.
Así es la gente de interesada.
Susi y sus amigas se subían a lo alto del muro para ver a los internados y reírse de ellos.
Catuxo siempre estaba sentado con la vista perdida.
A veces con los pantalones bajados, pero con la cigala flácida. Cuando murió, lo metieron primero en una caja de pino rojo y después directamente bajo la tierra en el camposanto. Sin lápida ni nombre escrito en soporte alguno.
Solo vino una persona al velatorio y al entierro.
Matilde, la más guarra, la que le hacía las mamadas primero porque sabía que le gustaban.
Todas las demás personas solo venían a la cabaña a aprovecharse de él, sin más.
Ella, por lo menos, tenía una pizca de bondad en el corazón... y algo de memoria.

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